Camarasa,

ocho autores escriben de él.

Víctor del Árbol

Querido Paco, es ley sabida, y no por ello menos olvidada, que no sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Siempre ocurre lo mismo, y por más que nos digamos que no debería ser así,  así es. A veces, la persiana echada de una librería o el número de teléfono olvidado de un amigo son pérdidas irreparables que se hacen palpables de repente con toda su crueldad.

Ya sabes, o intuyes, que nunca me gustó eso de volar en escuadra, que más bien soy de los que buscan los callejones laterales para escaparme del bullicio, que considero que los halagos son casi tan perniciosos como el silencio indiferente que tanto hemos saboreado en el pasado y que tal vez espere emboscado de nuevo en la esquina. Nunca pude evitar fruncir un poco el entrecejo y torcer la boca con recelo ante los profetas. Pero mira por dónde, una tarde de invierno de hace muchos jueves me dejé caer por esa especie de santuario negro del que me había hablado tanto una amiga querida, Carmen, y allí estabas tú, lo recuerdo con esas impresiones de la memoria que llenan los huecos con relato, jersey de cuello alto, rostro concentrado en un libro que no era para ti sino para un lector que bebía con avidez tus consejos. Me di mi tiempo merodeando por ese espacio abigarrado con una luz no muy clara, buscando, como todos los jóvenes soñadores el hueco que me guardabas. No lo encontré pero eso no me desanimó. Iba a marcharme y entonces me fijé en el famoso panel de autores del que, años más tarde, me invitarías a formar parte.

Recuerdo que hablamos brevemente, me fijé en tus gafas que colgaban del cuello con un cordel, en tus manos que dibujaban cosas mientras hablabas. Me gustaron tus manos, esa es la verdad. Las imaginé trasteando libros en el almacén, escribiendo en el ordenador o en un cuaderno, estrechando las de autores que yo admiraba o palmeando el hombro de tus protegidos, a quienes eliges por intuición como suele ocurrir con las amistades duraderas. Yo dije poco en aquel primer encuentro, de repente un poco intimidado por tu voz, por tu cabello canoso, por la seguridad de tu mirada. Era el año 2006 y acaba de publicar mi primera novela.

A veces se lamentan las oportunidades perdidas ¿verdad? Los momentos que regala la vida para tomar un café un poco más largo, para charlar un poco más distendidamente de lo que uno cree saber y el otro cree aprender, tiempo para saborear la sensación de estar siendo testigo de un privilegio. Los años nos han dado en cuentagotas esas oportunidades, y no puedo evitar al escribirte esto la impresión de que nunca supe exprimirlas hasta el fondo contigo. Siempre he admirado tu vivencia, ese tiempo del que me hablabas de tanto en tanto con los grandes de verdad, los que fueron capaces de cambiar algo, de llenarte de pasión el corazón. Oyéndote, admirado, siempre me sentí un joven aprendiz, poco más que un amanuense.

Hay historias que se van quedando en el camino como anécdotas sin importancia pero que al paso del tiempo se revelan imprescindibles. Yo tengo la percepción de que ha sido lejos de la barceloneta cuando más cerca hemos estado, en esos caminos franceses donde tú disertas y yo escarbo, nuestras conversaciones con un burdeos y un plato de plástico al borde del mismo mar pero en otra orilla, en Frontignan, en los Pirineos, en Toulouse...Doy fe de que es cierto que siempre creíste en Simenon, en Izzo, en Manchette. Tantas conversaciones a cuenta tuya con Claude Mesplede, con los jóvenes autores franceses. Mencionarte a ti era el salvoconducto primero para salvar barreras ¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo te hiciste imprescindible desde ese pequeño rincón en la calle de la Sal?

Estos días he visto en las librerías tu libro y he sonreído al acordarme de tu caricia cariñosa y de un comentario que queda para los archivos secretos que me hiciste a cuenta de Respirar por la Herida. Qué curioso, Paco, que sin sentirme parte siempre agradeciera tu abrazo, tu sonrisa, aquella llamada  antes de marcharme a Buenos Aires. Qué sensación de calor cuando Montse me invitaba a pasar a la trastienda y me comentaba cosas de vuestros proyectos, de a quién estabas leyendo. Algo seguro, algo bueno, algo inconcreto es lo que me regalabas. Una suerte de felicidad ofrecida que no se si supe recoger.

Te vi en una dimensión admirativa, lejos de prejuicios y de menudencias, el día que lanzaste el discurso en favor de Camillieri con motivo de su Pepe Carvalho. Me emocionó, lo reconozco, escucharte sereno, orgulloso de ser quien eres, sin encumbramientos que no vengan de lo que haces, eres y sientes. Un libro, un autor, una filosofía. Todavía conmovido me acerqué, te di un abrazo y te hice prometerme algo. Algo que tú recibiste con una media sonrisa y una mirada profunda. Tal vez tú lo hayas olvidado, pero yo no. Y pienso estar junto a ti cuando llegue ese día, dentro de muchos años y una vida de encuentros.

Sé que mereces muchos homenajes, que mereces este libro de la A a la Z. Porque es tu vida a través de tu pasión la que relatas. Pero yo no creo en los homenajes, ni creo en las palabras más allá de su voluntad de parecerse a la verdad de un sentimiento. Prefiero pensarte en esas veladas lejanas, con Montse y Mauricio, cuando relajado y feliz me hablabas de Vázquez Montalbán y yo me sentía privilegiado. Prefiero la vida de tu voz moderando el club de lectura, tu mano sobre mi hombro, tus gafas a veces manchadas con una huella. Tu imagen primera, dando de beber a aquel lector, cuyo libro no recuerdo.

 

Víctor del Árbol

Juan Ramón Biedma

Sesenta euros.

Me perdí en un cruce de palabras
me anotaron mal la dirección
ya grabé mi nombre en una bala
ya probé la carne de cañón.

Fito. ANTES DE QUE CUENTE DIEZ.

 

El hombre de la manga vacía entra muy despacio en la librería, como si saliera de ella, resistiéndose a prescindir de la lluvia ilusoria que incrementa la condición cinematográfica de la Barceloneta.

Dentro encuentra a un tipo introduciendo datos en un ordenador, ruidos fantasmales en la trastienda, una mujer con el vestido empapado y a Ben Webster desde algún altavoz invisible. Todos disimulan para facilitarle aquellos primeros momentos. Las dos mesas de libros y las docenas de estantes absorben inmediatamente toda su atención, ha cruzado medio país para llegar a Negra y Criminal, tiene mucho que encontrar.

La mujer le suena de algo, de mucho, de todo; aunque está seguro de no haberla visto antes. Como él, parece no tener ninguna prisa. Time on my hands. Como Webster.

Al momento, otro visitante llega a la puerta pero esta vez no pasa de allí. Un sujeto altísimo, negro y delgado vestido con una chilaba y un macuto al hombro.

El librero se levanta con una sonrisa y se acerca a él para preguntarle qué desea, intercambian un par de murmullos.

- De verdad que no tenemos faena -repite, sintiéndolo-. Puedes intentarlo en la panadería que está...

- Entra o reviento tu cabeza.

Ahora el recién llegado empuña una escopeta recortada que ha extraído del macuto, ha empujado la puerta de una patada, los ha encerrado a todos en cualquiera de las historias que contienen aquellos libros.

Montse -el hombre de la manga vacía la reconoce y conoce perfectamente su nombre, ha leído mucho sobre aquel lugar- sale de la trastienda con una botella de vino tinto y cuatro vasos.

- Perdón -después de valorar la situación-. Enseguida traigo otro vaso.

- Este chico ha venido a atracarnos -explica Paco en tono neutro.

- Pues vaya ojo que tiene -asiente la librera, casi lamentándolo por él.

- ¡El dinero! -Exige el atracador con dificultades para entrar en su papel, sin quitarse la capucha que le endurece los rasgos.

- Pues dinero, dinero, creo que no te vas a llevar mucho -el librero, muy docente-. En toda la tarde no han entrado más que estos dos clientes y casi todo el mundo paga con tarjeta.

- ¡Todos! ¡Su dinero! -Abarca a los cuatro con sus dos cañones.

El librero y la librera, como buenos anfitriones, lo ayudan en la recaudación; pero, ya lo pronosticaba Paco, apenas llevan dinero encima.

- Sesenta euros -el ladrón mira sus ganancias con ojos llorosos.

No se resigna a marcharse.

El hombre de la manga vacía comienza a impacientarse: en caso de que no vayan a asesinarle tiene muchos libros aún por ojear.

- ¿De dónde eres? -Le pregunta Camarasa.

- De Argel, pero he vivido quince años en Francia.

- Entonces habrás leído a Chester Himes -afirma la mujer del vestido mojado, hablando por primera vez.

- Mujer, el hecho de que sea negro y delincuente no indica que haya leído a Himes -intercede el librero-, aunque sí que debería.

- ¿Por qué?

- Porque su residencia en París le sirvió para dar una ironía y un distanciamiento a su tratamiento del odio que quizás te interesen. Espera.

Mientras Paco busca algo en las estanterías, la librera sirve vino tinto para todos; cuando le entrega su vaso al atracador, éste debe dejar el dinero en una mesa porque la otra opción sería abandonar el arma.

- Para ti -Camarasa le entrega un ejemplar-, que no se diga que has estado en Negra y Criminal y no te has llevado un libro.

- ¿Cuál le ha regalado? -La desconocida.

- Por amor a Imabelle.

- Es mi preferido -ella.

- Bueno, pues habiendo nacido en Argel -Paco, ya totalmente librero-, habrás oído hablar de Yasmina Khadra.

- ¿Las mujeres escriben novela negra?

- ¿Cómo no iban a escribir novela negra las mujeres? -Con una carcajada-. Y algunas de las mejores, además. Pero Yasmina Khadra es un pseudónimo de un militar argelino. Si te interesa la cuestión integrista en tu país, éste es tu autor -vuelve a dirigirse a los anaqueles.

- ¿Más vino? -Montse, señalándole el vaso con ironía.

- No.

- Mira -le tiende un volumen-, de sus novelas, la única que me queda es La parte del muerto, que te servirá perfectamente para ir conociéndole.

- Te envidio -le comenta la mujer del vestido ya algo más seco-. En París he conocido algunas de las mejores librerías del mundo. Aunque ninguna como ésta, claro.

- Pero yo no he vivido en París, sino en Marsella -el árabe logra encajarse el segundo libro en el sobaco.

- ¿Y no has leído a Jean-Claude Izzo? -Interviene por primera vez el hombre de la manga vacía; después se calla, asombrado de su propia audacia.

- No, todavía no -se defiende el pobre atracador.

- Crees que has conocido Marsella -Camarasa-, pero no la conocerás de verdad hasta no leerla en las páginas de Izzo -y declama de memoria-:

 Marsella no es una ciudad para turistas. No hay nada que ver. Su belleza no se fotografía. Se comparte. Aquí hay que tomar partido. Apasionarte. Estar a favor o en contra. Estar hasta las cachas. Y sólo así lo que hay que ver se deja ver.

El individuo se petrifica unos segundos, quizás impresionado por la cita.

- ¿Qué libro ha escrito? -Pregunta.

- In-dis-pen-sa-ble su trilogía de Marsella formada por Total Khéops, Chourmo y Soleá.

- ¿Los tienes tú? -Puede ser que ganado para la causa bibliófila.

- Siempre -para demostrarlo, alcanza rápidamente las tres novelas.

- Regálamelos -suelta el vaso para cogerlas.

- No.

Todos se quedan en silencio.

La lluvia del exterior pierde toda su importancia.

El atracador eleva lentamente la escopeta hasta alinear el punto de mira con la cabeza del librero.

Ben Webster ya no está.

Retroceden los percutores.

- ¿Por qué? -Perplejo.

-Porque no hay nada más valioso que un libro. Del mismo modo que no podía consentir que te fueras de mi librería sin algo para leer, no puedo consentir que te vayas pensando que los libros no valen nada.

No hay respuesta. Es posible que esté reflexionando sobre las palabras de Paco Camarasa. Puede ser que no quiera regresar allí fuera.

- ¿Qué cuestan? -Pregunta el atracador.

- Sesenta euros.

 

Juan Ramón Biedma

Berna González Harbour

Confesión

Vamos a confesarnos. Ni la novela negra vende tanto, ni nosotros somos tan guapos ni tan famosos, sino al contrario. Los autores vivimos en la nube, no la de Google Drive, sino en una mental que se nos ha instalado sobre la cabeza como los monitos que bailotean sobre Hommer Simpson cuando se pone tonto. Hay actos sobre novela negra que reciben más retuits que visitantes y los “me gusta” sobre un premio pueden ser más abundantes que los ejemplares vendidos. Por no hablar de festivales con más escritores que lectores. Nuestro Facebook en general da vergüenza.

Todo esto lo saben bien Paco Camarasa y Montse Clavé, que cerraron su tienda ante el éxito de unos mejillones y un vino que atraían más manos y risas que la caja de cobros. Las cuentas no salían en Negra y Criminal.

Esto viene a cuento de lo que de verdad importa cuando pasamos la vida a limpio. Entonces importa la gente, importa la literatura e importa lo que aprendemos. Camarasa lo ha hecho en Sangre en los estantes (Destino), pasar a limpio una vida en contacto con la literatura negra, y le ha salido un canon soberbio, brioso, vital. Su libro es personal, como lo es para todos la experiencia de leer, pero es también universal, porque su andadura y su entusiasmo le han convertido en autoridad.

La mejor autoridad no se compra, ni se aprende, solo se forja y se vive, y Camarasa además nos la regala. Su libro es para siempre y si nos ponemos a pasar la vida a limpio, a Paco, a Montse y todos sus consejos nos los quedamos enteros. Bienvenidos a mi particular arca de Noé, donde no se colará ningún retuit. Gracias, siempre. Y ahora os dejo, que tengo que ponerme a tuitear.

 

Berna González Harbour

Toni Hill

Paco Camarasa

Estoy seguro de que casi todos los escritores (desde los que nos enfundamos en el negro hasta los que visten colores más vivos) sufrimos, en el fondo, de algo que se llama inseguridad patológica. Es esa neurosis que nos hace revisar nuestros textos, dudar de nuestras ideas y cuestionarnos una vocación que a veces tiene algo de condena perpetua. Por eso mismo, que alguien como Paco Camarasa, experto, lector y una persona fundamentalmente honesta, incluya el nombre de uno en una lista de nueve autores hace una ilusión especial y plantea de inmediato dos ideas.

Una, muy atrayente pero rápidamente descartada, tranquilos,es ir envenenando lentamente a los otros ocho, en plan trama de Agatha Christie… La otra, mucho más sensata, es dar las gracias al librero que ahora se pasa al otro lado con esa maravilla que es Sangre en los estantes. Aunque debo admitir que he leído a  bastantes de los escritores y escritoras que cita, siempre hay algún nombre perdido, alguna maravilla negrocriminal por descubrir; incluso alguna novela que uno siente de repente unas enormes ganas de releer. Y eso sucede porque Paco, además de buen conocedor del tema de la literatura noir, negra, black o gris asfalto –escojan su matiz predilecto- es una de las personas más entusiastas que conozco cuando se pone a hablar de libros de este género.

Fue ese mismo entusiasmo inteligente el que transmitió Paco en la primera presentación de El verano de los juguetes muertos, allá en Gijón, en julio de 2011. Él y yo ya nos conocíamos superficialmente, aunque por mi otra faceta (la de traductor y colaborador editorial), y lo primero que me dijo fue que, mientras leía las galeradas de la novela, estaba convencido de que mi nombre era un pseudónimo. No le di demasiada importancia porque es algo que suele pasarle a todo el mundo. Pero de repente me pregunta así, directamente: “Porque lo de ese personaje que se llama Martina Andreu es un homenaje, ¿verdad?”. Y yo, con los nervios de aterrizar en Gijón, de estar en la Semana Negra, en aquel momento uno de los pocos

festivales del género (creedme, nuevas generaciones, hubo un tiempo en que no se celebraban encuentros noir en casi todas las provincias de España), debí mirarlo con cara de despiste, porque, realmente, no tenía ni idea de a qué se refería. “Hombre, un homenaje a Andreu Martín”, añadió, dejándome completamente helado porque en ningún momento, a pesar de mi admiración por Andreu, había caído en la coincidencia de nombres.

Ese día, después de la presentación, o antes, no lo recuerdo muy bien, Paco me dijo algo más. “La novela está muy bien pero la siguiente estará mucho mejor”. Y, aunque él no lo sepa, ese comentario me ha acompañado desde entonces. Porque, sea como sea cada una de nuestras historias, el objetivo es siempre el mismo: que la siguiente sea mejor para seguir contentando a un lector tan exigente y tan sincero como él.

¡Gracias, Paco!

 

Toni Hill

David Llorente

 

De pequeño me escondía detrás de las cortinas, me sentaba en el suelo y me ponía a leer. Al otro lado de mi telón de acero (decorado [recuerdo] con flores y mariposas) estaba la televisión, mi familia y la hora de cenar. Comprendí muy pronto que el estado ideal del hombre es la marginación. Nada me causaba más placer que el momento en que me dejaban en paz.

Nada está por encima de la Literatura. Cambio a mi mejor amigo por un capítulo/por una idea/por un final que merezca la pena. Apago las luces de este mundo que no me gusta y (día a día [quiero decir] página a página) le abro el telón al mío propio.

Llegué a mi primera novela de la misma manera que el hipertenso llega al infarto de corazón. La editorial que me la publicó (los últimos románticos de la literatura, decían) izaban la bandera pirata en el mástil de su portal. Me pidieron ochenta mil pesetas a cambio del siete por ciento de las ventas de una segunda edición que jamás se imprimiría, a pesar de que se vendió la primera. Publiqué con ellos (sin embargo) otras dos más. Me sangraban el dinero de los premios que yo ganaba. El adelanto (en este caso) se lo daba el novelista al editor.

Me fui de España. Me fui a uno de esos lugares en los que la nieve amortigua el ruido insoportable de la vida, donde la oscuridad no se despega nunca de la tierra, donde no quedan más opciones que escribir o dejarse morir de pena. No sé cuántos aviones habrán despegado con mis manuscritos. Perdí la cuenta de los editores que me decían que sí, que sí, que sí, pero que no, que no están los tiempos/que no están las economías para andar tomando riesgos. Me autoedité en formato bilingüe y arrastré mi maleta llena de libros (bajo la lluvia sin fin/bajo el inclemente bajo cero de Praga) de presentación en presentación/de soledad en soledad/de gripe en gripe.

Y (entonces) apareció un nombre: Paco Camarasa.

Mi manuscrito encontró el camino que toda novela negra quiere/debe recorrer: el que lleva/el que llevaba a la librería Negra y Criminal. Me consta que dijo: «Yo no lo voy a leer, pero se lo voy a entregar a unos editores que hacen bien las cosas». Los editores que hacían bien las cosas eran (simplemente) editores valientes, una rareza digna de estudio en una fauna literaria en la que abunda el cangrejo que camina hacia atrás y la avestruz que esconde su cabeza en un hoyo de golf.

Paco Camarasa me abrió las puertas de su librería para que presentara mi novela. Me ha seguido atentamente, pero de reojo y en la distancia, que es (y él se dio cuenta enseguida) como a mí me gusta que me miren. En este baile de máscaras de la novela negra, donde cunde el abrazo estrepitoso y la sonrisa de joker, Paco Camarasa representa (para mí) por un lado la prudencia, por otro lado la sinceridad, y sobre todo la mirada inteligente de quien no solamente sabe leer novelas, sino también escritores.

Me ha invitado a la BCNegra. Se ha alegrado por mis premios. Ha celebrado mi nueva novela. Ha escrito sobre mí. Él sabe que yo no iré corriendo a abrazarlo ni a babosearle los oídos con halagos de siervo agradecido. Él es librero, especialista, teórico y crítico literario. Yo son un escritor. Nuestra relación es más que evidente. Mi respeto hacia su trabajo es inmarcesible. El punto de inflexión en mi carrera literaria lleva su nombre. No voy a gastar más palabras en explicar lo obvio.

Leo Sangre en los estantes y veo que me incluye en una generación literaria, al lado de algunos autores que saben lo que hacen y lo que escriben. Quiero dar las gracias a Fiat Lux por su olfato periodístico, quiero decir, por saltar de la silla ante la noticia del nacimiento de un grupo literario que aún no tiene un nombre que aúne a sus miembros, pero que cuenta (como garantía) con la agudísima intuición/ con la bendición de tinta  de Paco Camarasa.

David Llorente

Alexis Ravelo

Camarasa, Capo di tutti capi


A Camarasa, entre algunos amigos, lo llamamos el Capo di tutti capi. No porque sea un delincuente. Puede que, de niño, robara alguna manzana, pero, por lo demás, siempre se lo hemos visto conducirse con honestidad impecable. Pero, para nosotros, es el jefe de la banda negrocriminal también desde siempre y siempre lo va a seguir siendo, porque conoce a todo el mundo y todo el mundo le conoce, porque sabe quién y qué importa realmente en un mundo donde se da demasiada importancia a cosas y gentes que no la merecen, porque nunca te da un mal consejo y es el primero en decirte en la cara que te has equivocado. Y jamás falla.


Cuando conocí a Paco Camarasa y a Montse Clavé, yo era un escritor inexistente que publicaba en una editorial tan pequeñita que cabía en un bolsillo. Sin embargo, ellos me abrieron las puertas de Negra y Criminal y me trataron con el mismo respeto y cariño con el que hubieran tratado a un autor célebre que publicase en una editorial de amplio prestigio; no nos habíamos visto jamás, pero, desde el primer momento —como si me hubiesen adivinado la orfandad y la cara de hambre—, me adoptaron y me hicieron sentir que el barrio de la Barceloneta era mi barrio y que Negra y Criminal era mi casa. Me convertí —creo recordar que el término lo acuñaron entre Camarasa y Raúl Argemí— en su “escritor afrocanario”. Al mismo tiempo, me incluyeron en la larga nómina de quienes se beneficiaban de su activismo literario. Y, como todo padre debe hacer con todo hijo alguna vez, me tiraron de las orejas y me abroncaron cumplidamente siempre que se hizo necesario.


En un mundo de clases y castas, de categorías y confusiones entre precio y valor, yo y otros como yo, nos hemos sentido en todo momento igualados con los grandes porque los teníamos a ellos, a Paco y a Montse, en Negra y Criminal, donde todos —bisoños y experimentados, superventas y artesanos— ocupábamos exactamente el mismo sitio, bebíamos el mismo vino y compartíamos los mismos mejillones.

 

Al cabo de los años —me doy cuenta hoy de que ya son unos cuantos— le debo tantos favores a Paco Camarasa que necesitaría muchos más para comenzar a devolvérselos. A veces he intentado pagarlos con buen ron de caña, pero ni mil barricas bastarían. Para empezar, debo agradecerle la visibilidad. Contó siempre conmigo y con otros autores invisibles —los canarios somos bastante invisibles en general— para formar parte de las sucesivas ediciones de BCNegra, habló bien de mí a quienes ahora son mis editores, me presentó a quien ahora es mi agente. Mirando hacia atrás, descubro que si Camarasa no me hubiera abierto un día las puertas de su librería, probablemente no me conocería nadie fuera de las Islas. No habría conocido a la mitad de las personas cuyo recuerdo hoy me es grato ni habría contado con los amigos con los que cuento hoy en día. Porque esa es otra de las grandes cualidades de Camarasa: saber quiénes son las personas que deben conocerse entre sí y hacer que tomen contacto. Muchas de las personas que llevo en la maleta del corazón o me las presentó Paco o mi amistad con ellas se desarrolló a su sombra.

 

De Paco Camarasa, en aquellos tiempos en que yo comenzaba a asomar el hocico por la Península, tengo muchos recuerdos regados con ron o con cerveza, en Barcelona y Gijón. Paco secuestrando la botella de ron añejo que yo solía llevar en mis visitas a la librería —¿el ron miel? Eso es

una mariconada—, poniéndote en la mano un libro que no conocías y que era imprescindible, presentándote a un camarero que se llamaba Pepe Carvalho, diciéndote qué libro inesperado iba a salir y qué otro libro esperado iba a retrasarse, poniéndote en contacto con gente fantástica que ejercía los más variados oficios o informándote cumplidamente sobre todo lo que había que saber acerca de las colecciones populares de la posguerra y el tardofranquismo.

 

Pero me quedo con un recuerdo canario: los días que pasamos juntos en Tenerife, en las jornadas NNegra de Arona. En aquella edición, Paco departió durante cuatro tardes sobre el género negro y criminal, dando una lección magistral sobre su historia y haciendo, al mismo tiempo, una fina delimitación analítica entre estilos, tendencias, épocas y tratamientos. Ayudándose de proyecciones, leía sus charlas y las dictaba a un público que, gracias a él, iba descubriendo toda una nueva manera de entender un género más allá de los topicazos y más acá de la mercadotecnia, desde la experiencia de un lector y librero que sabía contar toda aquella tradición como se cuenta un cuento. Después de las charlas, había copas, cómo no, y excursiones para buscar en la zona turística la taberna tradicional donde poder comerse un puchero macho. Pocos sabíamos que, justamente en esos días, el lector impenitente que es Paco acababa de salir del taller a causa de un grave desprendimiento de retina. Como JoeFrazier en la Thrilla en Manila, Paco Camarasa logró librar aquellos cuatro asaltos sin que nadie pudiera percatarse de su dolencia. Ese es el Capo di tuti capi, ese tipo de una pieza que después de la charla que ha dado más allá del estricto cumplimiento del deber, te agarra del pescuezo y te empuja hacia el bar.

Por lo que llevo leído de Sangre en los estantes, el germen de ese libro estaba ya en aquellas conferencias. Es muy probable que en esos días llevara un tiempo naciéndole dentro. Antes de tenerlo en las manos, yo sabía que este era un texto necesario, porque al género le siguen haciendo falta mapas —aquí no hay google maps que valga— y, junto a otros libros teóricos o ensayos recientes, se hace útil un libro como este, escrito desde la experiencia del lector, activista cultural y, sobre todo, librero —librero de los de verdad, de los que no solo saben qué libros existen, sino cuál es el más adecuado para cada persona—, que ponga un poco de claridad en una disciplina popular que ha tenido el paradójico infortunio de hacerse demasiado visible. Pero, además —no he acabado el libro, pero he leído lo suficiente para constatarlo—, da gusto leer ensayos así, que se gozan como una novela, plagado de anécdotas, humor, amor y lucidez. Uno lee Sangre en los estantes como si estuviese oyendo hablar a Paco y, quienes le conocemos, sabemos que uno no oye hablar a Paco sin divertirse, reírse y aprender. Mucho.

 

Alexis Ravelo

Rosa Ribas

Paco, los fuets y un alemán agradecido

 

Detallar aquí cuál es mi deuda con Paco como escritora sería una tarea ardua y en buena parte redundante porque estoy segura de que él ya sabe cuán agradecida le estoy. Desde que empecé a publicar me recibió con los brazos abiertos. No sólo en su maravillosa y añorada librería, sino también en los actos de BCNegra, fuera presentando alguna novela, fuera moderando alguna mesa redonda. Generoso, me brindó consejos y propuestas, informaciones y chismes, felicitaciones cuando algo salió bien o palabras de aliento en los momentos de desánimo.

Y, sobre todo, energía, esa energía que hace que salgas medio espitosa de cada conversación con él y que deriva de su fe inquebrantable en el valor del género y en sus autores. Es decir en mí y en todos los compañeros que salíamos convertidos en caballeros del género negro tras pasar por Negra y Criminal.

Pero eso él ya lo sabe. De modo que no es necesario que lo escriba aquí.

Así que voy a hablar de Paco como librero.

Paco, sentado detrás del mostrador con cara de despistado,pero al que cuando le decías “estoy buscando un libro de un autor francés, pero se me han olvidado tanto el nombre como el título de la novela, pero el otro día vi la película en la que un grupo de colegiales franceses se van de vacaciones a la nieve y resulta que el…” se levantaba ya con el dedo de sacar libros de las estanterías en la posición adecuada y, sin decir nada,iba a la estantería y volvía con Una semana en la nieve de Emmanuel Carrère antes de que hubiese llegado al final de la frase, que no voy a escribir aquí porque es un spoiler monumental.

El librero al que le preguntabas qué novedades valían la pena y recordaba que no te van los asesinos en serie, pero sabía que con “ese” libro vale la pena que hagas una excepción. O te miró con envidia el día en que te llevaste 1280 de almas de Jim Thomson porque ibas a tener el inmenso placer de leerla por primera vez.

Y el librero amigo que sabía que Lufthansa sólo permite llevar 23 kilos de peso y que un libro pesa más o menos lo que un fuet o una longaniza y que un mal libro que me llevase a Alemania podría haber sido mejor un fuet para casa. Ese librero que te veía coger un libro y te hacía un gesto con el mismo dedo de sacar libros de los estantes para indicarte que no, que ese mejor que no, que te lleves el fuet, que tu marido se alegrará. Y es verdad, al llegar a casa con mi selección de libros y unos embutidos, éramos dos los que le estábamos inmensamente agradecidos al librero amigo, al librero y amigo, Paco Camarasa.

Nos vemos en Barcelona.

 

Rosa Ribas

Carlos Zanón

Paco y Montse, Montse y Paco. Cuando los conocí acababa de publicar Tarde, mal y nunca en una editorial que empezaba (y casi acababa) en ese año 2009, Saymon. Intentábamos presentarla en una librería especializada de la Barceloneta, Negra y Criminal pero no había manera. Estaban a reventar de fechas y yo creo que el rollo de la editorial tampoco les molaba. A mí me había hablado de la librería, una amiga, Begoña y un amigo de ella, Maurizio. Me presenté a ellos y Paco me vaciló. Me dijo que él era solo Negra y Montse, Criminal y me dejó en fuera de juego. Al final, presenté allí pero creo que no lo negocié yo.

Esa librería fue mi segunda casa y ellos, mis padres, mis amigos, mis camaradas. Mi lealtad para con ellos es infinita porque los quiero y porque están hechos de una pasta especial, de la gente que cree en personas, sueños y hechos que valen más de lo que cuestan que decía Jordi Virallonga en un poema. Eran y son un refugio, una trinchera, un caldo en invierno, una carcajada. Paco es un gran librero pero sobretodo un dinamizador impresionante, un genera complicidades del tamaño de un rascacielos. Pero especialmente es una buena persona. Un tipo que hace mejor el mundo. Yo le debo mucho. Lo principal es el cariño que Montse y él me han dado y me dan. Lo otro, a nivel profesional, casi todo. Me rescató la periodista Rosa Mora pero quien me defendió 24 horas al día fue Paco. Convenció a Carlotto que me publicara en Italia, a Taibo que me leyera, a AnikLapointe, que me rescatara para RBA y me entregó con vehemencia a un montón de lectores. Siempre me ha respetado y hablado con verdad. También me dan un toque cuando me ven atolondrado o me pongo capullo. Paco me levanta un dedo y Montse pide que me busque la tranquilidad y frene. Le quiero tanto que a pesar de estar casado con la mujer más interesante y guapa del mundo, nunca trataría de robársela (básicamente porque después de él, todos los tipos debemos ser un cruce entre ameba y editor). Te quiero, Paquito. Buena campaña de marketing para vender Sangre en los estantes, por cierto.

Carlos Zanón

Para él,

por él;

para ti,

por todos.

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