Luis Felipe Barreto Araujo
O comes o te comen, no hay más remedio.
Mario Vargas Llosa
Escritor peruano que nació en 1936. Ha ganado numerosos premios literarios tales como el Príncipe de Asturias, el Cervantes y el Nobel de literatura en el año 2010.
Es miembro de Real Academia Española desde 1996
Este narrador renueva en cada una de sus obras los cánones del realismo al sacar a la luz lo absurdo de los prejuicios y los convencionalismos sociales individuales.
1963
1966
1969
–Cuatro –dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.
–Cuatro –repitió el Jaguar– ¿Quién?
–Yo –murmuró Cava– Dije cuatro.
–Apúrate –replicó el Jaguar– Ya sabes, el segundo de la izquierda.
Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.
–¿Se acabó? ¿Puedo irme a dormir? –dijo Boa: un cuerpo y una voz desmesurados, un plumero de pelos grasientos que corona una cabeza prominente, un rostro diminuto de Ojos hundidos por el sueño. Tenía la boca abierta, del labio inferior adelantado colgaba una hebra de tabaco. El Jaguar se había vuelto a mirarlo.
–Entro de imaginaria a la una –dijo Boa–. Quisiera dormir algo.
–Váyanse –dijo el Jaguar– Los despertaré a las cinco.
Boa y Rulos salieron. Uno de ellos tropezó al cruzar el umbral y maldijo.
–Apenas regreses, me despiertas –ordenó el Jaguar– No te demores mucho. Van a ser las doce.
–Sí –dijo Cava. Su rostro, por lo común impenetrable, parecía fatigado–. Voy a vestirme.
Salieron del baño. La cuadra estaba a oscuras, pero Cava no necesitaba ver para orientarse entre las dos columnas de literas; conocía de memoria ese recinto estirado y alto. Lo colmaba ahora una serenidad silenciosa, alterada instantáneamente por ronquidos o murmullos. Llegó a su cama, la segunda de la derecha, la de abajo, a un metro de la entrada.
Mientras sacaba a tientas del ropero el pantalón, la camisa caqui y los botines, sentía junto a su rostro el aliento teñido de tabaco de Vallano, que dormía en la litera superior. Distinguió en la oscuridad la doble hilera de dientes grandes y blanquísimos del negro y pensó en un roedor. Sin bulla, lentamente, se despojó del pijama de franela azul y se vistió. Echó sobre sus hombros el sacón de paño. Luego, pisando despacio porque los botines crujían, caminó hasta la litera del Jaguar, que estaba al otro extremo de la cuadra, junto al baño.
–Jaguar.
–Sí. Toma.
Cava alargó la mano, tocó dos objetos fríos, uno de ellos áspero. Conservó en la mano la linterna, guardó la lima en el bolsillo del sacón.
–¿Quiénes son los imaginarias? –preguntó Cava;
–El poeta y yo.
–¿Tú?
–Me reemplaza el Esclavo.
–¿Y en las otras secciones?
–¿Tienes miedo?
Cava no respondió. Se deslizó en puntas de pie hacia la puerta. Abrió uno de los batientes, con cuidado, pero no pudo evitar que crujiera.
–¡Un ladrón! –gritó alguien, en la oscuridad– ¡Mátalo, imaginaria!
Cava no reconoció la voz. Miró afuera: el patio estaba vacío, débilmente iluminado por los globos eléctricos de la pista de desfile, que separaba las cuadras de un campo de hierba. La neblina disolvía el contorno de los tres bloques de cemento que albergaban a los cadetes del quinto año y les comunicaba una apariencia irreal. Salió. Aplastado de espaldas contra el muro de la cuadra, se mantuvo unos instantes quieto y sin pensar. Ya no contaba con nadie; el Jaguar también estaba a salvo. Envidió a los cadetes que dormían, a los suboficiales, los soldados entumecidos en el galpón levantado a la otra orilla del estadio. Advirtió que el– miedo lo paralizaría si no actuaba.
Calculó la distancia: debía cruzar el patio y la pista de desfile; luego, protegido por las sombras del descampado, contornear el comedor, las oficinas, los dormitorios de los oficiales y atravesar un nuevo patio, éste pequeño y de cemento, que moría en el edificio de las aulas, donde habría terminado el peligro: la ronda no llegaba hasta allí. Luego, el regreso. Confusamente, deseó perder la voluntad y la imaginación y ejecutar el plan como una máquina ciega. Pasaba días enteros abandonado a una rutina que decidía por él, empujado dulcemente a acciones que apenas notaba; ahora era distinto, se había impuesto lo de esta noche, sentía una lucidez insólita.
¿Qué autor del Boom Latinoamericano te llama más la atención? ¿Es el boom una corriente lieteraria?