Erika Lindig/Francisco Barrón
Hay una cuestión que me plantean muy a menudo: ¿cómo se puede proponer una teoría sobre la performatividad de género para luego centrarse en unas vidas precarias? Aunque a veces haya tratado de dar respuesta a aspectos biográficos, en esta cuestión sigue habiendo algo teórico que quisiera investigar: ¿cómo se vinculan ambos conceptos, performatividad y precariedad, si es que existe alguna conexión entre ellos? Puede parecer que antes estaba más interesada en la teoría queer y los derechos de las minorías sexuales y de género, y que últimamente prefiero escribir en un sentido más general sobre el modo en que las guerras y algunas otras condiciones sociales acaban determinando que haya ciertas poblaciones que no son dignas de ser lloradas. En El género en disputa ya se apuntaba que algunos actos realizados individualmente tienen, o pueden tener, efectos subversivos sobre las normas de género. Ahora me dedico a analizar las alianzas que pueden establecerse entre ciertas minorías o entre poblaciones consideradas desechables; o, para ser más concretos, lo que me interesa averiguar es cómo la precariedad -ese término generalizado y, en cierto sentido, mediador- podría operar, o está operando ya, como un campo en donde se pueden establecer alianzas entre ciertos grupos que, aparte de ser considerados desechables, no tienen mucho más en común, y entre los cuales surge a veces la desconfianza y el antagonismo. (pp. 33-34)
A fin de entender esta dinámica voy a investigar dos ámbitos teóricos condensados en los términos performatividad y precariedad, para plantear después cómo podríamos considerar el derecho a la aparición como un marco para la coalición, de manera que las minorías sexuales y de género puedan aliarse con poblaciones consideradas precarias. Cuando se habla de performatividad es para aludir a unos enunciados lingüísticos que, en el momento en que son pronunciados, crean una realidad o hacen que exista algo por el simple hecho de haberlo expresado. Fue el filósofo J. L. Austin quien presentó este concepto, pero ha sido revisado y modificado por pensadores como Jacques Derrida, Pierre Bourdieu y Eve Kosofsky Sedgwick, por citar solo a algunos de los más relevantes. Según Austin, un enunciado crea aquello que expresa (ilocucionario) o tiene efectos o consecuencias una vez expresado (perlocucionario). Pero ¿por qué iba a interesarse la gente en esta teoría relativamente abstrusa de los actos de habla? Da la impresión de que la performatividad no es sino una manera de decir que un lenguaje, por su propia fuerza, puede crear algo nuevo o poner en juego ciertos efectos o consecuencias. (pp. 34-35)
No se trata solamente de que el lenguaje actúa, sino de que lo hace con mucha fuerza. Y entonces ¿cómo se convierte una teoría performativa de los actos de habla en una teoría de la performatividad de género? En el caso del género, debemos tener en cuenta que generalmente son los médicos quienes declaran que un recién nacido es un varón o una hembra, y en el caso de que su enunciado no fuera audible, la casilla que marcan en los documentos legales que han de enviarse al registro no deja lugar a dudas. (p. 35)
Entonces, si la performatividad es algo lingüístico, ¿cómo se convierten los actos corporales en performativos? Esta es la cuestión que tenemos que plantearnos si queremos entender la formación del género, pero también la performatividad de las manifestaciones multitudinarias. En el caso del género, esas primeras inscripciones e interpelaciones van acompañadas de las expectativas y fantasías de los demás, todas las cuales nos afectan en aspectos que en un principio escapan a nuestro control: las normas se nos imponen en términos psicosociales y poco a poco se nos inculcan. Aparecen cuando ya no se las espera, y se abren paso en nuestro interior, animando y estructurando nuestras propias formas de responsabilidad. No son normas que simplemente se impriman en nosotros, poniéndonos marcas y etiquetas como a tantos destinatarios pasivos de una máquina cultural. Estas normas también nos producen, pero no en el sentido de que nos creen o determinen en sentido estricto quiénes somos. Lo que hacen más bien es dar forma a modos de vida corporeizados que adquirimos a lo largo del tiempo, y estas mismas modalidades de corporeización pueden llegar a convertirse en una forma de expresar rechazo hacia esas mismas normas, y hasta de romper con ellas. (p. 36)
Las normas culturales de género tienen siempre una dimensión ideal, cuando no ilusoria, y aunque los seres humanos que han de adoptarlas quieran reproducir y asumir tales normas, ciertamente también son conscientes de que existe un persistente desfase entre estos ideales -muchos de los cuales entran en conflicto- y nuestros diversos intentos de corporeizarlos, por cuanto nuestra visión y nuestros objetivos son contrarios a los de otras personas. Si bien el género viene inicialmente a nosotros bajo la forma de una norma ajena, mora en nuestro interior como una fantasía que ha sido a la vez formada por otros, pero que también es parte de mi formación. (p. 37)
En cualquier caso, quisiera incidir aquí en algo bastante más sencillo, y es que el género es algo que recibimos todos, pero que no está inscrito en nuestros cuerpos como si fuéramos una pizarra pasiva obligada a llevar una marca. Sin embargo, en un principio nos vemos forzados a representar el género que se nos ha asignado, y esto implica que, aunque no seamos conscientes de ello, estamos siendo conformados por unas fantasías ajenas que se nos transmiten por medio de interpelaciones de todo tipo. Y pese a que representamos nuestro género continuamente, esta puesta en acto no siempre está en conformidad con ciertas clases de normas, y desde luego no siempre con la norma atribuida. Puede haber problemas de interpretación (porque entran en conflicto diversos planteamientos respecto al género que se tiene que desarrollar y a los medios de que ha de valerse), pero puede que se trate de aplicar una norma que contiene la posibilidad de no cumplirla. Aunque las normas de género nos precedan y actúen en todo momento sobre nosotros (y este es justamente uno de los sentidos de su representación), estamos obligados a reproducirlas, y cuando empezamos a hacerlo, siempre inconscientemente, algo sale mal, algo se tuerce (y aquí incide el segundo sentido de esa representación). Aun así, siempre se pone de manifiesto una cierta debilidad de la norma en cuestión, o bien hay convenciones culturales distintas que provocan confusión o conflictos con ciertas clases de normas; también puede suceder que en nuestra representación del género empiece a imponerse un deseo diferente, y entonces se desarrollan formas de resistencia y algo nuevo aparece, que no es precisamente lo que estaba previsto. El objetivo manifiesto de una interpelación de género, incluso en los primeros momentos, puede acabar materializándose en un propósito completamente distinto. Este cambio de objetivo tiene lugar en el curso de nuestra representación del género: nos vemos haciendo algo distinto, conduciéndonos de un modo que no coincide del todo con lo que los demás piensan de nosotros. (pp. 37-38)
Aunque hay discursos reconocidos en materia de género -como por ejemplo, los del derecho, la medicina y la psiquiatría- y estos tratan de impulsar y sostener la vida humana en unos términos concretos de género, no siempre pueden frenar los efectos que ellos mismos provocan. Además resulta que no se pueden reproducir las normas de los géneros asignados sin una práctica corporeizada, y cuando alguna de esas normas se rompe, aunque sea de manera temporal, podemos observar cómo los objetivos que animan un discurso regulador cuando está representado en los cuerpos pueden llegar a provocar consecuencias imprevistas, dejando espacio a una experimentación del género que desafía las normas reconocidas. (p. 38)
Posiblemente la precariedad, tal como yo la entiendo, siempre ha formado parte de este cuadro, ya que podría decirse que la performatividad de género es una teoría y una práctica que se ha enfrentado a las condiciones insostenibles en que las minorías sexuales y de género viven (y a veces también a esas mayorías de género que pasan por normativas a costa de graves consecuencias psíquicas y somáticas). Desde mi punto de vista, el término «precaridad» designa una condición impuesta políticamente merced a la cual ciertos grupos de la población sufren la quiebra de las redes sociales y económicas de apoyo mucho más que otros, y en consecuencia están más expuestos a los daños, la violencia y la muerte. Como ya he señalado en alguna otra ocasión, la precaridad no es más que la distribución diferenciada de la precariedad. Los grupos más expuestos a ella son los que más riesgo tienen de caer en la pobreza y el hambre, de sufrir enfermedades, desplazamientos y violencia, por cuanto no cuentan con formas adecuadas de protección o restitución. (p. 40)